miércoles, 28 de mayo de 2014

AGUJA DE PLATA
Nunca me ha gustado coser. Nunca, nunca, nunca. Y   a mi madre, una mujer de su casa, se le llevaban los demonios. Me decía:
- Hija, tú la aguja de "plata".
Que quería decir que nunca daría una puntada. Y efectivamente mientras ella vivió, yo, no cogí una aguja.

Mi madre era una mujer muy "hacendosa". Cosía muy bien, cocinaba mejor, tricotaba, hacía ganchillo, blanqueaba... en fin, todas las tareas de la casa se le daban de maravilla. En los últimos años de su vida demostró que también era una artista. Descubrió las manualidades y lo mismo te pintaba las figuras de una nacimiento, que un portarretratos, que jarrones y cuadros.

Desgraciadamente murió cuando acababa de cumplir los 72 años.

La perdí y me dejó un hueco muy grande en el alma. Hace ya muchos años que no está conmigo; pero aún recuerdo cuando llegaba a casa, tras el trabajo, en la Plaza de España, enfrente del Ayuntamiento, subía las escaleras y ya percibía el aroma de sus guisos. Y al abrir la puerta la luz que iluminaba el salón también iluminaba su cara con una sonrisa. Y el beso, siempre el beso al llegar y al marcharme. ¡Cómo echo de menos sus lentejas! Nadie las hace tan ricas como las suyas. O el arroz de los domingos o su pollo en salsa con patatas fritas en daditos, o sus roscos, bizcochos o pestiños (¡Ay, sus pestiños! ¡Qué ricos!) Cada guiso con su aroma, con su toque que los hacían especiales y únicos. Y ¡ese arroz con leche!, hasta mi sobrina Esther me dijo en su último viaje.
- Nadie hace el arroz con leche tan rico como lo hacía la abuela.

Josefa, se llamaba mi madre, la señor Josefa, la llamaban las vecinas y vecinos. Que hoy en día después de tantos años aún me paran y me dicen lo buena y simpática que era, lo que la recuerdan y echan de menos.

Las dependientas de las tiendas la trataban siempre con respeto y cariño. Siempre bromeaba con ellas. Y ellas se reían con sus cosas.

Mi madre era andaluza, pero no tenía acento de ningún sitio. Porque había vivido en muchos sitios, de niña en el Madrid de la postguerra y después, por la profesión de mi padre, recorrimos otros pueblos y ciudades. Pero siempre le quedaron expresiones de su tierra, que a veces me salen de forma espontánea y me cogen desprevenida y me digo:
- Cucha, como decía mi madre.

Era bajita pero dispuesta, que ni las más altas eran capaces de hacer las cosas como ella de bien.Su pelo corto, con unas ondas preciosas, se le fue poniendo blanco poco a poco, pero con unas canas tan bonitas que eran la envidia de sus amigas y la admiración de su peluquera.
Le gustaba pintarse los labios y me hacía gracia cuando se pintaba las uñas porque las de la mano derecha no se daba maña y terminaba pintándoselas yo.

Cuántas veces, en estos años, he recordado lo de la aguja de plata. Cuando me pongo a coser un botón o una bastilla descosida y tardo en enhebrar la aguja un siglo o me pincho cien veces. Ella quiso enseñarme, pero yo no me dejaba. Bueno aprendí a hacer vainica, y hasta lo intenté con el punto yugoslavo y con el bastidor, pero cuando se distraía yo dejaba esas labores y me escondía a leer un libro. Y mi hermana terminó por convencerla de que lo mío no era la aguja sino los libros. Así que muchas veces mientras ellas cosían o bordaban yo les leía y así disfrutábamos todas.

En fin, mi madre era una gran mujer y una excelente persona. Tenía sus "cosillas" como todo el mundo. Y yo la quería, ¡cuánto la quería!.

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