miércoles, 14 de mayo de 2014

LA CARTERA
Me acababan de comprar los libros para empezar el curso. Era la primera vez que teníamos varios textos para diferentes asignaturas: Matemáticas, Lenguaje y las Unidades Didácticas, que en realidad eran las Ciencias Naturales, Historia y Geografía.

Esparcidos encima de la mesa, me parecían un regalo inmenso. ¡Tantos libros para mí!. Los cogía y pasaba las hojas deprisa, delante de mí nariz, ¡qué bien olían! es uno de esos olores que se quedan en  un rincón de la memoria, y que si cierras los ojos, acompañan al recuerdo y lo hace más próximo.

El material, los lápices, la goma, una reglita pequeña y cuadrada de color azul, todo metido en un estuche con gomas y con cremallera.

Me forraron los libros, para que no se estropearan -¡qué tontería!- pensé yo, jamás, jamás podría romper esos libros preciosos con colores que me iban a enseñar tantas cosas.

Y después de los libros y el estuche, al comenzar las clases me compraron la cartera. ¡La cartera! Madre mía, una cartera de material, pero de material, material (que era como entonces llamábamos a las que no eran de plástico), y con un asa como la de las maletas, y un cierre metálico brillante que entrabas como una cuña, por debajo de una pieza, como un puente. Si apretabas con el dedo la cuña se hundía y podías abrir la cartera. Y allí dentro guardé todos los libros y el estuche.

Que bien la recuerdo. Grande, con un olor a zapatos nuevos que le duró mucho, mucho tiempo.

Hace muchos años la encontré en el "doblao", en una caja con todas mis cosas de pequeña; mis cuadernos, mis libros, las cartillas... La cartera estaba vacía. ¡Qué pena! Parecía mucho más pequeña, tal vez la soledad y la tristeza de aquel abandono la habrían reducido. Me senté y la miré con nostalgia, como para hacerle compañía. Recordé cuando la hacía girar a mi alrededor, con su peso,  era como si yo misma  fuera un tio-vivo. La miré y me vi camino de la escuela, con mi hermana y sus amigas, yo era la más pequeña. Y mi cartera nueva. No podía dejar de mirarla; seguro que era la más bonita de toda la clase, y ¡lo era!. Y recordé cómo la colocaba con cuidado, sin prisas, sobre la mesa para sacar las cosas y que todas la vieran. Y después la colocaba en mi silla, entre el respaldo y mi espalda. Y ella se quedaba allí quieta, esperando mis manos de niña, para coger otras cosas, o guardar un dibujo o las libretas.

Y después, de vuelta a casa, agarrándola fuerte para que no se me cayera.

Lo peor era comer y volver a la escuela, entonces si que pesaba mi cartera. Seguro que el sueño se había metido también dentro de ella.


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