jueves, 4 de abril de 2013

EN LA ESTACIÓN
El viejo tren llegó a la estación. Una vieja estación destartalada, que ni siquiera parecía haber tenido tiempos mejores.

Llegó lentamente, con su ojo de cíclope y su tran-tran cansino, asomando por el único arco del puente.

Como siempre, llegaba con retraso, es lo que suele pasar con las cosas viejas, que han perdido la noción del tiempo y el tiempo les importa bien poco.

El día estaba gris y lloviznaba, con esa lluvia triste que entristrece hasta el alma más alegre.

Aquí y allá, entre las piedras, nacía una brizna de hierba verde o una florecilla blanca y amarilla.

Nadie había en el andén para esperarla. Nadie bajó del tren con ella. Pero al poner el pie en el andén, algo crujió en el ambiente. Un rayo de sol apareció entre las nubes grises, una alondra cantó en el tejado, varias mariposas blancas pasaron jugueteando junto al viejo reloj que marcaba la hora en punto. Y se abrió una puerta, de la que primero salió una voluta de humo y después una bandera roja en la mano de una sonrisa franca y alegre, que era lo que más destacaba en esa cara coronada por una gorra roja de plato. Esa sonrisa se quedó prendida en el tiempo,  etérea y deslumbrante.

El sonido del silbato rompió la magia del momento, y el tren se alejó alegremente como una moza al encuentro de su ser amado.

Se cruzaron las miradas y al instante se dieron cuenta que era los ojos que habían amado tantas veces desde la infancia.

Habían pasado muchos años, pero los ojos y la sonrisa no habían cambiado un ápice. No hizo falta dar nombre ni emitir sonido alguno. Todos los recuerdos corrieron en tropel por la estación envolviendo sus cuerpos en un abrazo cálido y tierno.

No se habían movido ni un milímetro y sin embargo les inundaba el calor que provenía del otro cuerpo.

¡Había vuelto!

¡Aún estaba aquí! ¡Esperándola, sin duda!

Y cierto, jamás se había marchado, esperando, con certeza y alegría, su regreso. y AHÍ ESTABA.

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