domingo, 21 de abril de 2013

LA GOMA DE BORRAR
Salió de casa muy temprano esa mañana para ir a la escuela. Tomó el desayuno deprisa, se aseó en un vuelo, se vistió veloz, había salido de la cama como un rayo.

Aquella noche había soñado con ella; tenía unas monedas que le habían dado la tarde anterior.

Al llegar a la papelería sentía una extraña emoción. Abrió la puerta con cuidado para que no notaran su impaciencia. La puerta chirrió al moverse y la dependienta levantó la mirada del periódico que estaba leyendo. Ahí estaba, tras el cristal, al lado de la cajita de cartón, con sus aristas perfectas suaves, idéntica a las demás en su forma cuadrada, pero ésta era naranja, de un naranja delicado y especial.

- Quiero una goma MILÁN, pero quiero esa. Y la señaló con su dedito regordete, aunque le habían dicho mil veces que estaba muy feo señalar. ¿Pero cómo iba a saber esa señora qué goma quería si no la señalaba? A lo mejor se referían los mayores a otra cosa.

Lo guardó en el bolsillo del pantalón como un tesoro. No la sacó de él en toda la mañana. Utilizó la que se había encontrado en el cajón de la cocina el día anterior. Pero se ponía la mano sobre ella y la notaba calentita y blanda.

A la vuelta del colegio, llegó a casa con esa ilusión que solo se tiene cuando se quiere sorprender a alguien. Le quemaba en la punta de los dedos el tacto de su goma nueva.

- Toma abuelo, la he comprado para tí. Esta nueva. No la he usado en la escuela. Así podrás borrar esas cuentas que tachas tantas veces. Para que no te riña tu maestra. El abuelo le miró con dulzura, y los ojos se le llenaron de lágrimas como si fuera a llorar y le sonrió, con esa sonrisa suya que le sabía a azúcar y gaseosa, le acarició el pelo y le dio las gracias.

Al abuelo no le reñiría ninguna maestra, es que las cuentas con su pensión nunca le cuadraban.

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