miércoles, 10 de abril de 2013


Los papeles se acumulaban sobre su mesa de trabajo. La luz del ordenador le producía una extraña sensación de vacío. El sonido que provenía de la CPU le provocaba un terrible dolor de cabeza. La agujas del reloj parecían no querer moverse; por eso miraba la hora en el móvil pero los números tampoco querían transcurrir a la velocidad que ella lo necesitaba. El despacho era una enorme pecera en la que se ahogaba.

Al otro lado del cristal se extendía un día maravilloso, el sol brillaba con fuerza, la primavera emergía de los árboles, de las nubes, de los pájaros que se posaban, arrullándose, en el alféizar de la ventana. Al otro lado todo era vida y alegría. A este lado, todo era triste y anodino. Miraba a su alrededor y apenas percibía al otro lado de las pantallas de los ordenadores algunas manos aporreando el teclado con apatía o moviendo el ratón de un lado al otro. Ni una planta en todo ese gran espacio, ni una foto que mirara desde el marco con una sonrisa de cariño, con una mirada de amor, con una mueca de lujuria.

¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Sólo era un nombre en un cartel de metacrilato sobre su mesa? ¿Dónde habían ido a parar todos sus sueños? La papelera estaba también vacía ¿Quién la retenía allí? ¿Por qué no cogía la puerta para no volver más?.

Así que cogió su bolso, tiró a la papelera el metacrilato con su nombre y se marchó.

No miró hacía atrás, ¿para qué?.

Salió al mundo. En la acera, respiró una bocanada de aire fresco, tosió. Tenía que dejar de fumar, pensó.

Volvió la cabeza de un lado al otro y comenzó a andar sin rumbo fijo al principio.

Buscó en su bolso y comprobó que llevaba lo único que necesitaba: una dirección y las tarjetas de crédito. No quería más. Hasta el paquete de cigarrillos le resultaba un lastre, no obstante, encendió uno, el último. Lo saboreó camino de la estación, y en la primera papelera que vio tiró la cajetilla y el mechero.

Había decidido comenzar una nueva vida. Abandonaría la gran ciudad que tanto la axfisiaba, su trabajo de ejecutiva en aquella multinacional, que ya no la llenaba y dejaría el ático de lujo en el que tan sola se sentía.

Montó en el tren y mientras veía como la ciudad se iba acabando, recordó esos ojos que un día le dijeron adiós entre lágrimas, esos labios que habían besado los suyos y que le susurraron al oído "volverás y yo estaré esperándote".

Se durmió placidamente, ahora  iba camino de sus sueños.

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