jueves, 3 de octubre de 2013

LA PLUMA

El tintero reposaba sobre el escritorio. La tinta parecía un ojo que le mirara expectante, esperando, suplicándole tal vez que mojara la punta del plumín y le sacara todas las historias que llevaba dentro.

Él lo miraba y sabía que los cuentos estaban allí, ¡con toda seguridad!. Cuentos e historias que escribir una tras otras, incansablemente. Lo había hecho muchas veces. Había pasado días y noches enteras sin poder dejar de mojar la pluma en el líquido negro. ¡Era una sensación fascinante! Sin descanso, una palabra tras otra, una línea que con otra y otra y otra más iba formando, párrafo a párrafo, una página. No podía explicárselo, pero su mano se deslizaba sobre el papel como si no le perteneciera, no pensaba, ni sabía lo que iba a escribir, ni cuánto tardaría en poner el punto que dejaría el cuento acabado.

Por eso, ahora parado frente al tintero, sintió miedo, o tal vez era solo inquietud. Quería hacerlo, quizás, lo que estaba haciendo era saborear el momento, ese instante en el que comenzaría la creación. Nunca se había sentado y no había escrito. Y no le daba pereza hacerlo. Sí era un acto único, inexplicable, sin duda maravilloso. De su pluma saldrían cien historias, mil, que después encerraría en su cajón bajo llave en el desván, no compartiría con nadie. Ni con él mismo. Jamás las leería, solo escribir, escribir y crear. Olvidar.

Quitó el tapón y acercó la afilada punta hasta mojarla y despacio, muy despacio la situó sobre el papel y ya no pudo dejar de escribir. Las letras aparecían por si solas sobre las líneas paralelas del cuaderno y él se limitaba a dejarlas correr y admirarse de cómo se trazaban una tras otra. ¡El entramado era tan hermoso! Ojala alguien le hubiera enseñado a leer porque así también podría saber lo que sentía.

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